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Preguntarle a la máquina: de los buscadores a la inteligencia artificial generativa

Los seres humanos hacemos preguntas en búsqueda de conocimiento. Preguntamos para conocernos, para conocer a otros, para conocer el mundo, para decidir. A base de preguntas, dialogamos, nos vinculamos y aprendemos. ¿Cómo incide el surgimiento de la IA en nuestra tradición de hacer preguntas, en especial en la escuela?


En una entrevista publicada hace más de veinte años, el periodista Ariel Torres dialogó con educ.ar sobre internet, el mundo digital y la manera en que nos relacionábamos con la tecnología y las máquinas para acceder a la información y aprender. En esa oportunidad, Torres dijo: «La información no viene dada. Hay que salir a buscarla. Y saber buscar es, esencialmente, saber preguntar. […] Prepararse para el mundo digital no significa saber usar una PC, sino saber preguntar».

Desde entonces, lo que llamamos mundo digital se amplió de modos inesperados y sorprendentes, pero la afirmación de Torres sigue vigente. Primero con los buscadores, después con las redes sociales y, últimamente, con la IA, seguimos recurriendo a las tecnologías para hallar respuestas.

En este artículo, las presentaremos en el mismo orden en el que surgieron, pero téngase en cuenta que cada tecnología no reemplazó totalmente a las anteriores, sino que todas conviven y conforman nuestro mundo digital actual.

Preguntar en tiempos de buscadores

Entre los años 90 y los 2000, cuando el uso de internet se expandió, los buscadores fueron las estrellas del momento. A modo de oráculos digitales, nos permitieron ingresar palabras claves o una pregunta bien formulada y, así, acceder al instante a un listado de fuentes sobre un tema de interés: «qué es una reacción química», «biografía de San Martín», «Independencia argentina», «tabla periódica digital», por ejemplo.

Ventana de Internet Explorer que muestra una búsqueda en Google y el listado de resultados.
Así se veía una búsqueda en Internet Explorer en 2007

Internet nos enfrentó, a través de los motores de búsqueda, a una multiplicidad de fuentes y a la sobreabundancia de información. De todo, había mucho y no necesariamente era pertinente, confiable o estaba alineado a nuestros intereses. Los buscadores nos ofrecían respuestas, pero a medias: ellos se encargaban de armar el listado; de la selección del material y de llegar a una respuesta concreta nos encargábamos quienes buscábamos.

Tuvimos que aprender estrategias de búsqueda, la parte técnica del asunto. Había que saber cómo preguntarle al buscador de forma más eficiente, cómo filtrar resultados, cómo limitarlos a páginas de un país o en cierto idioma (estrategias como usar comillas, el signo menos, etc.). Tuvimos que aprender cómo preguntarle a la máquina para que nos entendiera y nos entregara resultados útiles.

Para la escuela, trabajar con buscadores representó una revolución. Permitían llegar a fuentes variadas y en diversos formatos. En otras palabras: información rápida, materiales multimediales, libros digitales, textos en otros idiomas… El desafío era lograr que, de esa masa informe que eran los resultados de búsqueda, las y los estudiantes pudieran seleccionar las mejores fuentes para los temas de estudio.

Tenían que aprender a separar la paja del trigo porque no daba (y no da) lo mismo basar un ensayo, una monografía o un trabajo práctico en una mera opinión vertida en un foro de temas generales que en la argumentación de especialistas en ese tema en particular, así como no es lo mismo buscar información sobre los planetas del sistema solar en libros de la Edad Media que en el número más reciente de una revista científica.

Ante las largas listas de resultados, se volvían cruciales el trabajo con fuentes y la lectura crítica. Tenían que anticipar eficientemente qué podrían encontrar al hacer clic y evaluar la confiabilidad de las fuentes encontradas. Esto último implicaba el mismo análisis que se hizo toda la vida sobre fuentes analógicas como libros, revistas y periódicos.

Seguían vigentes preguntas como estas:

  • ¿Quién dice lo que dice?

  • ¿Qué autoridad tiene para decirlo?

  • ¿Desde qué lugar lo dice?

  • ¿Dónde está publicado?

  • ¿En qué momento se publicó?

  • ¿Qué paratextos acompañan esa fuente?

Pero necesitábamos ir más allá de estas preguntas de siempre: había que conocer el medio digital y saber movernos en él. En 1997, en su libro Digital literacy (en inglés, Alfabetización digital), Paul Gilster acuñó el término alfabetización digital para referirse a estos conocimientos. En una entrevista de noviembre de ese año (en inglés), así lo explicaba:

La alfabetización digital es la habilidad de comprender la información y —más importante— de evaluar e integrar la información en los múltiples formatos que la computadora permite. Ser capaz de evaluar e interpretar la información es crítico. Cuando hablo con docentes y bibliotecarios, hago hincapié en que no podés entender la información que encontrás en internet si no se evalúan sus fuentes ni se la pone en contexto [traducción propia].

No solo había que alfabetizar al estudiantado para que pudiera producir y comprender textos escritos. También había que alfabetizar en el mundo digital, que comenzaba a ampliarse y complejizarse cada vez más.

Preguntar en tiempos de redes sociales

Cuando las redes sociales entraron en escena, a comienzos de los años 2000, estas pusieron en juego sus propios buscadores y esto le agregó condimento a la tradición de preguntarles a las máquinas.

A diferencia de los buscadores web ―que incluían resultados de páginas web, plataformas como YouTube y contenidos públicos de las diferentes redes sociales―, los buscadores de cada red se limitaban a sus propios contenidos. Seguían aportando una lista infinita de resultados que invitaba a escrolear, como los buscadores, pero se redujo drásticamente la diversidad de los resultados. Por ejemplo, en YouTube y TikTok, las personas encuentran solo contenidos en formato video. Quedan afuera las respuestas que puedan ofrecer Wikipedia, los sitios científicos, museos, revistas digitales, salvo que también tengan presencia en esas redes. El universo de búsqueda se achicó notablemente y se volvió homogéneo. Todos los resultados tenían un formato similar. Además, los referentes cambiaron: la autoridad de las y los especialistas en un tema se desplazó a la notoriedad de los influencers.

Buscar en las redes ya había acotado, de entrada, el universo de búsqueda y a esto se le sumaron los filtros propios generados por los algoritmos de tales redes. Eli Pariser lo denominó burbuja de filtros: los algoritmos aprenden de los contenidos que interesan a las personas usuarias y, como consecuencia, les muestran otros con esas mismas características. Personalizan los resultados. Aunque dos personas busquen lo mismo, las redes no les muestran lo mismo. Los contenidos se adecuan al perfil del usuario y a sus intereses.

Esta burbuja de filtros nos acerca a encontrar lo que buscamos, pero nos aísla de la diversidad de ideas, opiniones y contenidos que en realidad existe. Y este aislamiento intelectual e ideológico no se puede percibir. No se puede adivinar aquello que falta, sencillamente porque no se nos muestra. Si bien este fenómeno también es aplicable a los buscadores, caracteriza principalmente a las redes sociales.

Con los años, las juventudes cambiaron los hábitos de búsqueda y se diferenciaron cada vez más de las generaciones anteriores. En la Brainstorm Tech 2024, el vicepresidente senior de Google, Prabhakar Raghavan, anunció que, según una encuesta realizada a usuarios estadounidenses de entre 18 y 24 años, alrededor de un 40 por ciento de los usuarios jóvenes prefiere buscar a través de plataformas como TikTok o Instagram, en lugar de hacerlo en Google Maps o el mismísimo buscador de Google.

Las redes sociales se volvieron fuente de información y consulta. Esto, desde la perspectiva académica, es un nuevo desafío. ¿Cómo enseñamos a romper la burbuja de filtros y a valorar la diversidad de ideas? ¿Cómo enseñamos a detectar las noticias falsas (fake news)? ¿Qué herramientas les damos para que sepan proteger sus datos personales? ¿Cómo enseñamos a las nuevas generaciones a ejercer una ciudadanía digital responsable, respetando sus derechos y los del resto?

La alfabetización mediática e informacional se volvió todavía más importante que cuando solamente se trabajaba con los resultados de los buscadores web.

Preguntar en tiempos de IA

Con su irrupción entre finales de 2022 y comienzos de 2023, la inteligencia artificial generativa (IAGen) llegó con respuestas únicas, unívocas, directas y personalizadas. Finalmente, una tecnología nos da directamente la respuesta esperada, sin mayor esfuerzo de nuestra parte que el de simplemente preguntar mediante un prompt.

Esto, por supuesto, es sumamente útil y nos permite ahorrar tiempo, pero presenta un nuevo y desafiante escenario académico y escolar. ¿Es la IA una fuente de información válida y confiable? ¿Anulan sus respuestas toda posibilidad de aprendizaje?

Interacción con ChatGPT que muestra el ingreso de un prompt y la sucesiva respuesta.

Los chatbots ofrecen respuestas rápidas y sintéticas; funcionan como las máquinas de respuestas que siempre hemos soñado... y, también hay que decirlo, con las que siempre soñó el estudiantado. Es comprensible que esto desvele a la comunidad docente.

La UNESCO, en su Guía para el uso de la IA generativa en educación e investigación publicada en 2024, advierte al respecto:

Las implicancias de la IAGen para la evaluación van más allá de las preocupaciones inmediatas sobre los estudiantes que hacen trampas en sus tareas escritas. Debemos enfrentarnos al hecho de que la IAGen puede generar trabajos y ensayos relativamente bien organizados e impresionantes obras de arte, así como aprobar algunos exámenes basados en el conocimiento en ciertas áreas temáticas. Por lo tanto, tenemos que replantearnos qué es exactamente lo que se debería aprender y con qué fines, y cómo se va a evaluar y validar el aprendizaje.

En el panel «¿Cómo educar con IA?» de la SAIAConf 2024, realizada el pasado 31 de octubre en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Juan Gustavo Corvalán, director del UBA-IALAB, contó que llevaron adelante un test de lectura con estudiantes de un posgrado en IA. El test consistía en 20 preguntas basadas en material bibliográfico del posgrado. Les entregaron el cuestionario a estudiantes del posgrado y a ChatGPT y a este último no le entregaron la bibliografía. ¿Cuál fue el resultado? ChatGPT contestó todas las preguntas bien y solo 12 personas obtuvieron ese mismo puntaje. En ese mismo panel, Jorge Vilas Díaz Colodrero, director de la Diplomatura IA y Gobierno 5.0 de la Universidad Austral, expresó:

Ya no podemos más educar en conocimientos (enciclopedistas). Ya eso estaba en crisis; la inteligencia artificial lo viene a poner totalmente en crisis. Necesitamos educar fundamentalmente en significados, y para poder educar en significados tenemos que cambiar incluso la forma del aula. Nosotros ya trabajábamos con el método de casos, con el aula invertida, pero ahora mucho más. El protagonista es el estudiante porque en él tenemos que crear, antes que nada, un espíritu crítico, un espíritu que tenga la capacidad de interpretar [...].

¿Eso significa el fin de la pregunta en clase? ¿Ya no habrá más cuestionarios con los que trabajar?

Otra faceta de este nuevo escenario es que la IAGen, que capitaliza el conocimiento humano y lo vuelve accesible, se presenta más bien como una mediadora entre la información y las personas (una interfaz) y parece haber borrado las marcas humanas de sus respuestasEn su mayoría, las IAGen no explicitan las fuentes. No incluyen paratextos ni metatextos. Eliminan el contexto y las marcas de subjetividad, y así diluyen las intenciones de los autores y las autoras originales. Por otro lado, reproducen las intenciones y sesgos de quienes las programaron, diseñaron y entrenaron.

Las respuestas de las IAGen pueden parecer producciones originales porque, a partir de un pedido, generan un texto donde antes no lo había, pero, en el sentido más profundo, no lo son. En verdad, hay detrás una autoría humana, colectiva y anónima. Podemos pensar las respuestas de la IA como ucollage o un ensamble del conocimiento humano.

La diferencia es que no hay una editora o un curador de contenido detrás de cada respuesta. Si bien hay grandes equipos de humanos que trabajan en gestionar las bases de datos, programarlas, diseñarlas y entrenarlas, desde el vamos, las IAGen aclaran que sus resultados pueden estar equivocados. Existen los sesgos.

La UNESCO, en la guía ya mencionada en este artículo, muestra preocupación al respecto: «La apariencia fidedigna del texto de la IAGen puede inducir a los jóvenes estudiantes a error, puesto que carecen de conocimientos previos suficientes como para reconocer imprecisiones o cuestionar el texto con certidumbre».

Por eso, necesitamos a cuestionar esa única voz aséptica, descontextualizada y aparentemente neutral. El estudiantado necesita trabajar con fuentes diversas, que se sumen a los contenidos obtenidos desde una IAGen, para, finalmente, contrastarlas. Este no es el fin de las fuentes bibliográficas, sino la oportunidad de revalorizarlas. Es más necesario que nunca promover el pensamiento crítico.

Nuevas preguntas, nuevas oportunidades

La pregunta tiene un papel fundamental en la escuela. Es el incentivo para que el estudiante busque, reúna información, conecte ideas y saque sus propias conclusiones. Cuando una maestra o un profesor hacen una pregunta en clase, no pretenden una respuesta automática, inmediata y correcta (no la necesitan, ya la saben), lo que buscan es motorizar el proceso intelectual y emocional en cada estudiante, y que el aprendizaje suceda.

El aprendizaje no es instantáneo, no se genera espontáneamente. Por ahora, no tenemos la tecnología con la que Trinity, compañera de Neo en la película Matrix, hacía un curso acelerado que solo le tomaba segundos para pilotear un helicópteroEl proceso lleva tiempo, como una semilla que necesita madurar.

El escenario que plantea la IA puede percibirse como un laberinto al que cuesta encontrarle la salida. Hay detractores y partidarios, hay oportunidades y desafíos. Hay muchas promesas. A quienes hayan vivido el surgimiento de internet les resultarán familiares los comentarios que rodean esta tecnología: «es la solución para todos nuestros problemas», «es el futuro de la humanidad», «es el fin de la humanidad». Cualquiera sea nuestra postura al respecto, lo cierto es que la IA llegó para cambiar las maneras en que hacemos las cosas y la escuela no queda afuera del cambio.

Entonces, insistimos: ¿es el fin de la pregunta en clase?

Podemos afirmar que la pregunta que se resuelve buscando literalmente la respuesta en un texto sí llegó a su fin. Eso lo pueden hacer muy bien las IAGen, como ChatGPT o Copilot, y con cada nueva versión resultará cada vez más difícil identificar la respuesta de una IA de una persona (ya hay investigadores que afirman que las IAGen superaron el test de Turing).

Por el contrario, las preguntas complejas que promueven la reflexión y la búsqueda de soluciones están más vivas que nunca. ¿Por qué no preguntar sobre el uso de la IA en una actividad o en la resolución de un problema? La oralidad y el debate cobran vitalidad, al mejor estilo socrático. La clase invertida tiene mucho para aportar, al igual que el aprendizaje basado en casos o proyectos.

En tiempos de respuestas personalizadas, lógicas y veloces, la escuela puede ser el espacio donde detenerse a pensar es mucho más que encontrar la respuesta correcta, y también el camino que se hace con ética y en grupo ―y no en soledad ante la máquina― para llegar a ella. Sin dudas, la alfabetización en IA nos allanará el camino.

Ficha

Publicado: 12 de noviembre de 2024

Última modificación: 22 de noviembre de 2024

Audiencia

Docentes

Área / disciplina

Educación Tecnológica y Digital

Nivel

Secundario

Ciclo Básico

Ciclo Orientado

Superior

Categoría

Artículos

Modalidad

Todas

Formato

Texto

Etiquetas

inteligencia artificial (IA)

alfabetización digital

Autor/es

Verónica Ruscio

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