Julio Cabrera: cine y filosofía, el poder esclarecedor de las imágenes (segunda parte)
afectividad y expresarla a través de los nuevos medios de construcción de pensamientos. Así como el cine sonoro hizo posible el silencio, así también la virtualidad puede hacer posible la presencialidad».
Por Verónica Castro
En esta segunda parte de la entrevista, Julio Cabrera, el autor de Cine: 100 años de filosofía se define como un filósofo “logopático” porque para él tanto para entrar en la filosofía de la lógica como para entender las reflexiones éticas es necesario captar la parte visual del pensamiento, la parte afectiva y dramática, “narrativa”, junto con la estrictamente argumentativa. De allí su pasión por el cine y la literatura y su constante oscilación entre la argumentación y la imagen.
También habla acerca de la forma en que se debería enseñar y aprender filosofía en la escuela y de cómo en la virtualidad también puede haber aprendizaje remoto cargado de afecto si somos capaces de transformar nuestra afectividad y expresarla a través de los nuevos medios de construcción de pensamientos. “Así como el cine sonoro hizo posible el silencio (el cine mudo no podía saber nada sobre el silencio), así también la virtualidad puede hacer posible la presencialidad, ahora mediada por la distancia que parece indispensable en todo relacionamiento humano agradable y productivo”, dice.
—¿Se definiría como un filósofo cinematográfico? ¿Qué es para usted ser un filósofo cinematográfico?
—La respuesta es sí, pero para entender por qué es necesario ver mi trayectoria en la filosofía. Esto está bastante bien explicado en: mi sitio. Mi primera formación fue en filosofía analítica, lógica, análisis del lenguaje, esas cosas. Eso fue en mi período argentino, entre Córdoba y Buenos Aires. Siempre me interesé por la teoría de la argumentación, formal e informal, y por las relaciones de la lógica con la filosofía. La filosofía del lenguaje siempre me atrajo, pero en un sentido amplio, que abarca tanto la tradición anglosajona (de Russell a Kripke) como también las ideas de Heidegger y Gadamer y las relaciones del psicoanálisis con el lenguaje. (De estos estudios surgió el libro Margens das filosofías da linguagem, publicado en Brasilia en 2003). Pero desde siempre, ya en la Argentina, me interesé también por la filosofía de la vida y de la existencia, aunque fue en Brasil donde perfeccioné mis conocimientos sobre Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Heidegger y Sartre. Fue allí donde formulé por primera vez mi teoría de la “ética negativa”, tema de mis libros Projeto de Ética Negativa (São Paulo, 1989) y Crítica de la moral afirmativa (Barcelona, 1996), siempre en diálogo con aquellos filósofos y con Wittgenstein.
El cine y la literatura tuvieron influencia decisiva en mi manera de pensar cuestiones lógicas y éticas, un método de lectura y escritura que constantemente oscilaba entre la argumentación y la imagen. Yo me considero, tanto en mis trabajos de lógica como en los de ética, no tan sólo como una máquina de generar argumentos, sino también como un “creador de imágenes”. Tanto para entrar en mi filosofía de la lógica como para entender mis reflexiones éticas, es necesario captar la parte visual de mi pensamiento, la parte afectiva y dramática, “narrativa”, junto con la estrictamente argumentativa. En esto, me considero un filósofo logopático, o, si usted quiere, “cinematográfico”. No debe sorprender que aun la lógica, en mi opinión, no pueda estudiarse tan sólo argumentativamente: para entender la validez de argumentos no basta “aprender las técnicas”; no será un buen lógico o un buen matemático quien no sepa sacar provecho de intuiciones y de imágenes, quien no sepa vivir los problemas lógicos en la temporalidad sensible. Una película como Dial M for murder, de Hitchcock, por ejemplo (que está analizada en mi nuevo libro De Hitchcock a Greenaway…), muestra cómo las deducciones del inspector-jefe Hubbard no podrían desarrollarse sin el concurso del afecto temporalizado.
—Así como se piensa que hay dimensiones fundamentales de la realidad que no pueden ser simplemente dichas y articuladas lógicamente para ser plenamente entendidas, sino que tienen que ser presentadas sensiblemente a través de una comprensión racional y afectiva al mismo tiempo, como lo hace el cine, ¿lo mismo valdría para los videojuegos, o los juegos de simulación en el aprendizaje de los chicos de hoy, por ejemplo?
—Me da la impresión de que sí, pero no sé nada sobre videojuegos o juegos de simulación. Sólo conozco un poco (y no demasiado) sobre cine.
—Lo que el cine dice es que la mediación emocional es indispensable para entender. Pero esto cabe para todo tipo de conocimiento. A modo de citar un ejemplo, muchos estudios científicos recientes sostienen que en el cerebro hay más de 24 áreas que actúan frente a lo imprevisible y no lo hacen igual frente a riesgos conocidos. Y que son las zonas emocionales las que ayudan frente a la incertidumbre. Lo que comprueba que razón y emoción van siempre juntas.
—Estoy totalmente convencido de eso, incluso sin el apoyo de teorías científicas, a través de fenomenologías y experiencias de cómo funciona la comprensión. Pero hay que recordar que estamos hablando dentro del ámbito de la filosofía, que durante siglos pretendió haber alcanzado un conocimiento del mundo y una acción moral puramente racionales, dejando de lado los afectos. Atención, que esto es complejo: las teorías intelectualistas del conocimiento y de la acción dieron siempre un papel para la sensibilidad (como en la teoría tomista del fantasma o en la teoría de las ideas e impresiones de Hume, o en la estética trascendental de Kant), pero no para afectos y emociones, que siempre fueron considerados irrelevantes para cualquier indagación filosófica del mundo, como siendo “meramente psicológicos”, subjetivos o literarios, que distraen de lo que realmente importa. A esto he llamado, en mi libro, la “tradición apática”, y yo lo considero como un fenómeno cultural y psicoanalítico de la mayor envergadura: el que un cierto tipo de forma de vida (la filosófica) se haya definido a sí misma como pudiendo alcanzar el mundo sin dejarse emocionar por él, por la fuerza de la pura razón. Paul-Laurent Assoun dedicó un libro ya clásico a esta cuestión, desde el punto de vista del psicoanálisis, Freud: la philosophie et les philosophes (PUF, 1976), o sea, a la denegación filosófica de los afectos en los procesos cognitivos y en la acción moral por parte de la tradición filosófica.
Insisto en que esto es complejo, porque se podría replicar, en un nivel superficial, que Platón trata de los afectos en El Banquete y que las morales escocesas, contra las cuales Kant reacciona, son morales de sentimientos. Pero yo considero a Platón, Shaftesbury y Hume como totalmente ubicados dentro de la tradición intelectualista apática de la filosofía. Los afectos son considerados en su valor de esclarecimiento (yo diría, en su valor epistémico) sólo cuando ellos dejan de ocupar una mera posición funcional dentro de teorías intelectualistas del conocimiento y de la acción, cuando tienen la chance de tomar el control y dejar de ser nuestros objetos para empezar a transformarnos en sus objetos, como si ellos “nos eligieran”. Es así como Schopenhauer presenta a la voluntad de vivir, como “lo otro” de la representación, y no tan sólo como un despliegue de la misma; también Nietzsche y Freud presentan a la conciencia intelectual como una emergencia secundaria, Heidegger habla de la poesía como de una forma de usar el lenguaje que simplemente “deja ser” y Sartre (un curioso filósofo cartesiano con elementos logopáticos) describe experiencias como la náusea en su valor de conocimiento de estructuras del mundo. Es aquí donde se produce realmente la revolución logopática y se comienza a salir de la tradición intelectualista, y no tan sólo cuando se sostiene, digamos, que para construir una moral racional es necesario tomar en cuenta a la “simpatía” (como sostuvieron, por ejemplo, Hume y Stuart Mill).
Así, la declaración que usted menciona, de que razón y emoción van siempre juntas, tanto en el proceso del conocimiento como en la acción moral, debería ser totalmente obvia si no fuese por la persistencia y fuerza social de esta tradición intelectualista en filosofía. Creo que estamos saliendo de esa tradición, pero muy lentamente. Aun en la universidad actual, se exige de una tesis de maestría o de doctorado que los estudiantes presenten exclusivamente argumentos; no se aceptan imágenes o narrativas como maneras de presentar y probar tesis. Hoy en día se escriben muchas tesis sobre Nietzsche, por ejemplo, pero nunca he visto una escrita en ditirambos dionisíacos, o en aforismos o diálogos, donde se deje que las imágenes y afectos digan la última palabra. Los profesionales de la filosofía no ven con buenos ojos una obra como, por ejemplo, La carte postale, de Derrida, donde la comprensión de lo que se dice está mediatizada por el recurso a un intercambio imaginario de cartas de amor. Muchos de mis colegas, incluso, ven esa obra como una payasada carente de toda seriedad. Así, el cine no debería aportar nada de nuevo al proponer un abordaje logopático de la realidad; pero cuando relacionamos cine con filosofía, chocamos siempre contra el muro venerable y poderoso del intelectualismo argumentativo de los filósofos profesionales, que tiene aún una gran fuerza social.
—¿Cree que es necesaria una verdadera actualización de la forma en que se enseña y se aprende en la escuela que pase más a través de las sensaciones que por las argumentaciones de la razón, más a través de imágenes que de la tradición de la educación enciclopédica? ¿Qué tipos de estrategias y medios podrían emplear los docentes para ir por este camino? ¿Cómo aggiornar la filosofía escolar que, en la mayoría de los casos, se sigue presentando al estilo de la filosofía clásica, cómo hacerla más divertida para los estudiantes?
—Por lo que dijimos antes, creo que, de manera inevitable, en cualquier sala de clases se desarrolla un proceso que es siempre intelectual y afectivo al mismo tiempo, aun cuando la clase sea sobre ciencias naturales o sobre el teorema de Gödel. Lo que habría que hacer sería tornar eso más explícito, sobre todo en momentos en que surgen dificultades en el aprendizaje, dificultades que, en nuestra concepción intelectualista de la enseñanza (según la cual existen ciertas “cosas” que los alumnos “deben saber”), se atribuyen tan sólo a “problemas metodológicos” o de “capacidad” de alumnos y profesores, sin nunca observarse los aspectos existenciales del aprendizaje. Mis clases son, en general, dialogadas, y muy dramatizadas: al inicio del curso indico una serie de lecturas sobre los asuntos que voy a tratar, y en los encuentros sucesivos, voy haciendo preguntas a los estudiantes, suponiendo que van leyendo los textos todos juntos y que sabrán responder en la medida en que hayan leído. Trato de evitar “exposiciones” (“lectures”), sólo voy exponiendo en función de las respuestas que ellos dan. De esta manera, pretendo provocar sentimientos en ellos, no siempre agradables (pueden ser sentimientos de satisfacción por haber logrado responder, pero pueden también ser sentimientos de frustración o de rabia, por no haberlo conseguido o por ser exigidos de maneras muy insistentes. Sentir algo desagradable y frustrante es mejor que no sentir nada). De todas formas, nunca desprecio una respuesta, por más pobre que parezca. También trato de mostrarles que los problemas filosóficos no son juegos conceptuales en los que ellos tienen que ser “competentes”, sino cuestiones en las que se nos va la vida, con los que no se puede jugar, problemas que tienen que angustiarnos, solazarnos o dejarnos con rabia, pero nunca indiferentes.
Así, yo no creo que sea necesario ahora poner una tela de cine en cada sala de clase para introducir “imágenes” en ella. Creo que la propia clase tradicional puede llenarse de imágenes a través de palabras, si estas son dramatizadas en el diálogo y la interacción. Yo trato de evitar el “enciclopedismo” de que usted habla, aun cuando muchos autores y fuentes son mencionados. Hay que entender que se pueden leer y consultar muchos autores y no ser enciclopedista. (Husserl y Heidegger son dos historiadores de la filosofía que escribieron mucho sobre otros filósofos y hacen incontables menciones de fuentes, y, no obstante eso, fueron dos filósofos creadores). Hay que hacer sentir a los alumnos que sea cual sea la temática que se esté tratando, los filósofos prioritarios y fundamentales a ser tomados en cuenta son siempre ellos mismos, lo que se está creando en ellos, y nunca una apropiación externa de contenidos que “hay que saber”.
Si hay este “envolvimiento”, no serán tan sólo “argumentos” lo que interese en una clase, sino también sensaciones e intuiciones. Lamentablemente, la academia filosófica internacional hoy en día continúa favoreciendo el tratamiento apático de cuestiones. Yo escuché al profesor de lógica decir a los estudiantes que “intuiciones cualquiera tiene”, que lo valioso en filosofía no son “intuiciones vagas”, sino los argumentos que pueden presentarse. Aquí se ignora que no cualquiera tiene buenas intuiciones, y que pensadores mediocres y sin imaginación pueden argumentar perfectamente.
Mientras aún duren nuestras clases presenciales tradicionales, yo creo que primero hay que introducir las imágenes en el habla y en la escritura: mucho antes de mostrar películas para los alumnos habría que aprender a transformar a la propia clase en una película. Pero las formas virtuales de comunicación y enseñanza están avanzando, y habrá que pensar cómo pueden funcionar las imágenes y afectos en cursos en los que no estamos delante de nuestros alumnos. No soy apocalíptico en este sentido (mi pesimismo es estructural, no empírico), de pensar que vamos a “perder contacto” con nuestros alumnos por causa de la distancia y la cualidad remota del proceso de aprendizaje. Puede haber aprendizaje remoto cargado de afecto si somos capaces de transformar nuestra afectividad y expresarla a través de los nuevos medios de construcción de pensamientos. Creo que la virtualidad está creando nuevas formas de contactos y de afectos y, lo que es más importante, ayudando a entender, por contraste, la naturaleza y límite de los contactos tradicionales. Así como el cine sonoro hizo posible el silencio (el cine mudo no podía saber nada sobre el silencio), así también la virtualidad puede hacer posible la presencialidad, ahora mediada por la distancia que parece indispensable en todo relacionamiento humano agradable y productivo.
Fecha: Febrero de 2006
Ficha
Publicado: 26 de abril de 2006
Última modificación: 26 de febrero de 2020
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Secundario
Categoría
Entrevistas, ponencia y exposición
Modalidad
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Verónica Castro
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