VOLVER A FILTROS

Alan Pauls: Crítico y escritor

Alan Pauls (1959) nació en Buenos Aires. Es licenciado en Letras, fue docente de Teoría Literaria en la UBA. A finales de los ochenta trabajó como columnista de cine y literatura en programas como Cable a Tierra, Badía & Cía. Fue jefe de redacción de la revista Página/30 y subeditor del suplemento Radar. En 2003 ganó el premio Herralde de Novela por El pasado. Guionista de películas dirigidas por Eduardo Calcagno, su hermano Cristian Pauls y Fito Paéz: Los enemigos (1983); Sinfín (1986); El censor (1995); Vidas privadas (2001); Imposible (2003); y autor del guión para televisión de La Era del ñandú (1987), dirigido por Carlos Sorín.
Hoy es el presentador de Primer plano, un ciclo de cine que se emite por cable y escribe crítica literaria y cinematográfica en diversos medios.
En esta entrevista nos cuenta acerca de sus libros y sus próximos proyectos literarios y cinematográficos.

10072008—En Historia del llanto y La vida descalzo, el narrador evoca vivencias de su infancia transcurrida en los años 70. ¿Cómo recuerda Ud. su pasaje por la escuela?, ¿ya allí se había despertado su vocación de escritor?

Siempre sufrí el costado disciplinario de la escuela, sus obligaciones de horario y de conducta, sus reglas, todo lo que la vuelve tan parecida a las fábricas o las cárceles. Pero nunca tuve problemas con “estudiar”. Me interesaba el saber, me gustaba leer, me gustaban mucho esos momentos (raros, pero intensísimos) en que en medio de una clase aparecía algo parecido a una idea, un pensamiento, la posibilidad de que las cosas no fueran exactamente como yo me las imaginaba. Ahí empecé a escribir, sí. Lo que escriben todos: redacciones, “comentarios de texto”, disertaciones. Pero con la sensación de que todos los límites que me molestaban afuera, ahí, en la escritura, donde tomaban la forma de consignas (“argumente”, “básese en los textos leídos en clase”, “use la tercera persona”) se volvían dinamita y eran puras posibilidades.

—En estos dos últimos libros la niñez aparece como puerta por donde se ingresa al territorio de lo imaginario, y presentan modos de narrar lo infantil no muy explorados. Por ejemplo: En Historias del llanto usted crea una compleja voz narrativa, que cambia de edad en una misma frase, quiebra la cronología natural. En La vida descalzo acompaña la narración con fotografías de sus veranos infantiles. ¿Qué es lo que lo seduce de la infancia? ¿qué lazos Usted encuentra entre niñez y literatura?

No me interesa la infancia en particular; ni siquiera estoy seguro de que exista algo acotado llamado “la infancia” (como si fuera una región geográfica o una era geológica). Me interesa en cambio lo que hacemos con ella, el modo en que la usamos, falseamos, malformamos, embellecemos. Pero también me interesa mucho el modo en que persiste. Me atraen esos bolsones de pensamiento infantil, fijado en ciertos puntos oscuros del pasado, con los que a menudo pensamos asuntos decisivos de nuestra experiencia adulta. Básicamente me interesan los anacronismos, la manera en que en un punto del presente coexisten y se entrelazan capas de historia completamente heterogéneas.

—En muchos de sus libros hay una puesta en tensión entre lo "verdadero" y lo verosímil, la vivencia y la invención. Por ejemplo a través del registro autobiográfico, el uso de la primera persona, jugando con las convenciones del testimonio, personajes que llevan nombres de personas de su entorno íntimo. ¿Cómo trabaja para lograr que cierta intimidad se vuelva literatura?

No pienso la intimidad como un espacio de “verdades” sino como un teatro con leyes propias que procesan todos los materiales de la experiencia, los más privados y los más públicos, los más personales y los más históricos. En cierto sentido la pienso ya como pura literatura.

—Su novela "El pasado" traducida al inglés de Nick Caistor y publicada en Reino Unido fue recientemente candidata al Premio Independent a la Mejor Novela Extranjera del año. Esa misma novela fue llevada por Héctor Babenco al cine. ¿Qué le provoca ver una obra suya traducida por otros ojos?

Son dos relaciones distintas. El traductor es una especie de doble, de sombra erudita, un tipo de lector muy raro, porque es a la vez minuciosísimo y ciego. Me gustan mucho los traductores: son gente muy freak, que habla muy poco o muchísimo, y que siempre parece saber más de lo que dice. El paso al cine es otra cosa. Seguí la adaptación de El pasado con interés, incomodidad y resignación. Para filmar libros los directores de cine tienen que “verlos”. No siempre eso que “ven” es el libro que uno ha escrito y otros leído. Pero es lo único que puede dar lugar a una película. Yo cuando escribo no veo, así que la conversación es complicada.

—Usted contó que durante seis años dio clases en la Facultad de Filosofía y Letras pero que la docencia dejó de interesarle cuando al comienzo de un ciclo lectivo se dio cuenta de que ya sabía de antemano qué era lo que iba a enseñar. ¿Cómo cree que sería interesante enseñar literatura?

Creo que lo mejor, siempre, por lo menos en literatura, es enseñar lo que uno no sabe.

—¿Qué libro está escribiendo en este momento? ¿Cómo continuará la trilogía sobre los años ‘70 de la que forma parte Historia del llanto? ¿Tiene algún proyecto para el cine?

Escribo Historia del pelo, una especie de continuación de Historia del llanto que gira alrededor del valor político del pelo. La peluca que usó Arrostito para secuestrar a Aramburu juega un papel muy importante.

Ver video de un fragmento de Historia del pelo leído por el autor. (videoteca de Mirador Literario)

Y espero que Hugo Santiago filme Duchamp 1918, el guión que escribimos a cuatro manos sobre los nueve meses que Marcel Duchamp pasó en Buenos Aires en la época de la Semana Trágica.

— ¿Con qué velocidad Ud. suele salir de las ficciones? ¿Es de los que en el cine sale rápido de las sala o de los que prefiere quedarse hasta que termina de pasar el último crédito? ¿y con los libros?

Me quedo en la sala hasta el final, hasta que se prenden las luces. Me tomo el cine como si fuera teatro: creo que siempre puede pasar algo más. De la ficción salgo rápido; más me cuesta salir del malhumor que me producen las malas películas y —por suerte— de esa especie de euforia y rejuvenecimiento que me producen las buenas.

—Por último ¿qué canción o banda sonora le pondría a sus libros?

Depende de los libros. A Wasabi le pondría algo de Miles Davis. La música de Ascensor para el cadalso, por ejemplo. A El pasado, la música que Howard Shore compuso para el Almuerzo desnudo de Cronenberg. A Historia del llanto cualquier canción de Belle & Sebastian.

Historia del llanto (Anagrama, 2007)
[...] En todo está siempre la voluntad, casi la obsesión, que pone en práctica con una lucidez y un encarnizamiento asombrosos, de comprobar la sospecha de que toda felicidad se erige alrededor de un núcleo de dolor intolerable, una llaga que la felicidad quizás olvide, eclipse o embellezca hasta volverla irreconocible, pero que jamás conseguirá borrar - no, al menos, a los ojos de los que, como él, no se engañan, y saben bien de qué subsuelo sangrante procede esa belleza. Y su tarea, la de él, que no recuerda haber elegido pero muy pronto adopta como una misión, es despejar las frondas que lo ocultan, sacar la herida oscura a la luz, impedir por todos los medios que alguien en algún lugar caiga en la trampa, para él la peor imaginable, de creer que la felicidad es lo que se opone al dolor, lo que le da el lujo de ignorarlo, lo que puede vivir sin él.

El pasado (Anagrama, 2003)
Un día —un día como otros, sin presagios ni signos excepcionales— Rímini descubrió un mensaje y por primera vez postergó el momento de leerlo. Llegaba tarde a alguna parte. Bajaba de tres en tres los escalones del subte, abriéndose paso en medio de una muchedumbre adormilada, cuando oyó que el tren se detenía en el andén. Buscó un cospel en el bolsillo; sus dedos, a ciegas, tuvieron que rescatarlo de entre los pliegues de papel donde se había atrincherado. Cruzó el molinete, sorteó un cordón de viajeros que se arrepentían y frenó el cierre de las puertas metiendo la mitad del cuerpo en el vagón. Viajó dos estaciones cabizbajo, avergonzado por su propio alarde de audacia, y cuando metió las manos en los bolsillos —para no abultar, como si con ese gesto de civismo, que nadie le reconoció, buscara reparar el desplante de su irrupción— volvió a tropezar con el mensaje. Se le ocurrió que leerlo ahí, en esa situación extrema, estampado contra las puertas del vagón, sería una prueba de amor irresistible, pero lo pensó mejor, y después de palpar los bordes con los dedos, como para aquietar esa voz muda que lo llamaba, lo dejó descansar en el bolsillo. Pero siguió llegando tarde, víctima de ese extraño efecto encadenado que desata una primera impuntualidad, y el resto del día, que recién empezaba, se le fue entero tratando de recuperar los diez o doce minutos que había perdido a la mañana. No lo consiguió. Tomó todas las decisiones equivocadas, confundió horarios y lugares de citas, protagonizó incidentes callejeros, almorzó y trabajó mal, crispado, encarnizándose con detalles insignificantes (leyó un ocho en vez de un tres en la cuenta y se consideró estafado; defendió, casi con escándalo, una nota al pie de una traducción que era indefendible). Y se olvidó por completo del mensaje de Sofía.

Wasabi (Anagrama, 2005)
"¿Operarme? ¿Acá, en Saint-Nazaire? No vine para eso." "¿Cuánto hace que vive con ese bulto en la espalda?" "No sé", digo. Trato de hacer memoria. "Dos años, me parece." "¿Cuánto tiempo va a pasar aquí?", me pregunta. "Dos meses." "Si vivió dos años con eso podrá vivir dos años y dos meses. Opérese en Buenos Aires." "No entiendo", le digo: "¿usted es homeópata y me aconseja cirugía? ¿Por un vulgar quiste sebáceo?" "Usted sabe, la homeopatía no hace milagros. Y ya que la pomada no lo convence..." "No me convence porque no me preocupa el tamaño del quiste sino su cambio de textura. ¿La pomada actúa sobre la textura del quiste?" "Textura, textura... Seguramente el roce con la ropa produjo eso que usted llama textura. Yo, en su lugar, no le prestaría demasiada atención", dice la médica, y dando por terminada la controversia pregunta: "¿Usted lo ve, a Bouthemy?" "Prácticamente todos los días", le digo. "¿Cómo está?" "No sé, como siempre, supongo: se le cae el pelo. Se atiende con usted, ¿no?" "Bueno, atenderse... Me viene a ver cada tanto". "¿Usted le dio algo para la caída del pelo?" La médica sonríe y resopla al mismo tiempo. "Bouthemy no cree en la homeopatía", dice: "cree en la caída del pelo." Me tomo un tiempo para pensar, pero lo único que pienso es que en cualquier momento se levantará y me acompañará hasta la puerta y me despedirá. "Está bien", digo: "deme esa pomada." La médica vuelve el recetario boca arriba y empieza a escribir sobre las hojas dobles, divididas en el medio por una línea vertical de agujeritos. En la página de la izquierda escribe el nombre de la pomada; en la de la derecha, las instrucciones para aplicármela. "Una vez por hora los primeros cinco días", dice. Pero su mano izquierda ya está escribiendo: una vez cada dos horas la semana siguiente. Cuatro veces por día la tercera semana, una al despertar, otra antes de almorzar, otra a media tarde, la última antes de acostarse. Y dos veces por día la cuarta semana, una al despertar y otra antes de acostarse. Me alcanza la receta; su bastardilla de zurda parece una alfombra de pasto barrida por el viento. Y cuando me pongo a leer las primeras instrucciones ella termina de recitarme las últimas.

Ficha

Publicado: 10 de julio de 2008

Última modificación: 12 de noviembre de 2012

Audiencia

Área / disciplina

Nivel

Secundario

Categoría

Entrevistas, ponencia y exposición

Modalidad

Todas

Formato

Texto

Etiquetas

cine

escritor

literatura argentina

literatura latinoamericana

Alan Pauls

Autor/es

Verónica Castro

Mónica Klibanski

Licencia

Creative Commons: Atribución – No Comercial – Compartir Igual (by-nc-sa)


;