De la discriminación a la segregación de las diferencias
En los últimos años, algunos investigadores han analizado el
significado que se le ha dado, con el uso, al concepto de
discriminación. Discriminación proviene del sustantivo
latino «discrimen», que significa «diversidad o diferencia», y
discriminar proviene del verbo «discriminare», que significa «separar,
diferenciar, distinguir». Es decir que cuando discriminamos, en
realidad, estamos realizando una operación intelectual necesaria para
entender el mundo que nos rodea, que está compuesto por objetos y
personas diferentes unos de otros. Por lo tanto, discriminar nos sirve
para conocer las diferencias. Sin embargo, en nuestra vida
cotidiana, es común usar este término en un sentido negativo.
Discriminar se convierte en un problema cuando segregamos a las personas
que consideramos diferentes por tener alguna característica física o
cultural particular (que, desde el punto de vista de quien segrega, la
aleja de un supuesto modelo ideal de persona). Cuando
segregamos, distinguimos al diferente excluyéndolo y buscamos apartarlo
de nuestro lado. La segregación significa el no reconocimiento de la
igualdad de derechos entre las personas.
Cuando segregamos estamos juzgando La segregación
no es el resultado del simple reconocimiento de las diferencias.
Incluye, además, la valoración que hacemos de quienes consideramos
diferentes. Los actos de segregación van acompañados de la creencia de
que los excluidos son inferiores o tienen características negativas. Son
muy comunes los casos de segregación: por cuestiones sexuales, raciales,
religiosas, políticas o sociales.
La segregación y los prejuicios Muchas veces
opinamos o actuamos en relación con alguien que consideramos diferente,
sin siquiera tomarnos el tiempo de conocerlo. En estos
casos, solemos manejarnos con lo que se denomina prejuicios. Los
prejuicios son juicios de valor que afectan a personas o grupos de
personas. Sobre la base de los prejuicios, a lo largo de la historia,
algunos hombres han pretendido justificar la valoración negativa de
algunos grupos de personas a partir de alguna característica
determinada. Actitudes prejuiciosas son, por ejemplo, aquellas que
relacionan un determinado color de piel con una mayor o menor
predisposición al trabajo, o una condición cultural o religiosa con una
mayor o menor predisposición a ahorrar dinero. Los
prejuicios, sin embargo, no son el resultado de un conocimiento
fundamentado y racional ni se basan en razones claras y evidentes.
Ninguna persona nace con prejuicios. En realidad los aprenden de
quienes la rodean. Si los adultos que están en contacto cotidiano con
los niños y los jóvenes a lo largo del proceso de socialización aceptan
su existencia, es muy probable que los más jóvenes los expresen en sus
relaciones interpersonales.
La segregación y los prejuicios en la vida cotidiana Muchas
veces, en nuestra familia, en la escuela, en el trabajo o con nuestros
amigos o vecinos presenciamos o tenemos ciertas actitudes o
comportamientos que responden a la existencia de prejuicios y que suelen
desembocar en actos de segregación. Sin embargo, la mayoría de esas
situaciones nos parecen naturales. Superar los prejuicios
exige esfuerzo: aceptar al otro con el que no estamos de acuerdo o que
no nos gusta, no es cómodo ni fácil. Aceptarlos y convivir con ellos
requiere una reflexión permanente sobre cuáles son los valores que están
presentes en cada una de nuestras actitudes y comportamientos. Del
mismo modo, es importante tomar conciencia de las razones por las que
actuamos como actuamos: si porque elegimos libre y fundamentadamente o
porque aceptamos –sin mucho análisis– lo que otros miembros de la
sociedad han decidido sobre quién es «normal y debe ser aceptado» y
quién no.
Las diferencias culturales Ante la pluralidad y la
diversidad de la realidad social, muchas personas tienden a
simplificarla. Niegan las diferencias y consideran al conjunto de los
individuos que componen un grupo o una sociedad como un todo homogéneo.
Es muy frecuente que en nuestra relación con los otros, en la vida
cotidiana, no reconozcamos el derecho que tienen nuestros semejantes a
vivir según sus ideas políticas o religiosas y sus preferencias y gustos
estéticos. También nos cuesta aceptar que algunas personas o grupos de
personas vivan de acuerdo con determinadas tradiciones y costumbres
culturales diferentes de las nuestras y, en ocasiones, las rechazamos.
Es frecuente que algunos grupos que tienen y ejercen algún tipo de
poder en la sociedad no acepten que algunas personas o grupos de
personas ejerzan su libertad de elección de un proyecto de vida y de
felicidad y vivan según sus preferencias estéticas, sexuales,
ideológicas o religiosas, cuando éstas son diferentes de las elegidas
por la mayoría de los integrantes de la sociedad –y que, por esta razón,
son consideradas como las «socialmente aceptadas»–. A veces, incluso,
algunos grupos con poder económico, político o ideológico presionan a
las autoridades con el objetivo de que el Estado considere como un
delito y condene determinadas elecciones vitales y preferencias
estéticas o prohíba su expresión o manifestación pública.
¿El pluralismo y la tolerancia tienen límites? Una
cuestión largamente discutida es la de si la tolerancia y el pluralismo
deben tener algunos límites. Según el pluralismo y la
tolerancia, cada uno debe respetar las ideas de los otros, aunque no
estemos de acuerdo con ellas. Pero, ¿debemos respetar todas las ideas?
¿Cualquier idea? Algunos pensadores dicen que no. Para
ellos, el límite parece estar dado por el contenido de algunas ideas.
Aquellas que justifican la muerte, la tortura o el encarcelamiento de
las personas a causa del ejercicio de sus libertades y derechos no
merecen ser respetadas. Otros, sostienen que sí deben ser
respetadas como ideas. Según este último punto de vista, el límite
estaría dado por el paso de la idea a la acción. Quienes critican esta
última posición se preguntan cómo evitar que quién está convencido de
que puede matar al otro que piensa distinto, efectivamente lo mate; y,
sobre todo, ¿cómo juzgarlo y condenarlo por el hecho si respetamos las
ideas que justificaron el crimen?
Fuente:
María Ernestina Alonso, Lía Bachmann y María del Carmen Correale
(1998).
Los derechos civiles. La libertad y
la igualdad. Buenos Aires: Troquel.